Paranoia Page 17
– Se llama Sistema de Mensajes de Defensa, SMD. El sistema de mensajes de alta seguridad para millones de funcionarios de defensa de todo el mundo. Todo se hace vía ordenadores personales, y el Pentágono está desesperado por algo inalámbrico. Imagínese la diferencia que eso haría: acceso inalámbrico, remoto y seguro a datos confidenciales y a comunicaciones, con autentificación de remitentes y destinatarios, cifrado de principio a fin, protección de la información, integridad de los mensajes. ¡Nadie posee todavía este mercado!
Goddard inclinó la cabeza, escuchando con atención.
– Y el Maestro es el producto perfecto para este espacio. Es pequeño, robusto, prácticamente indestructible y totalmente fiable. De esta forma tomamos algo negativo y lo convertimos en positivo: el hecho de que el Maestro sea tecnología anticuada, heredada, es un plus para los militares, pues es totalmente compatible con esos protocolos de transferencia inalámbrica suyos, que tienen ya cinco años. Sólo necesitamos añadir seguridad de datos. El costo es mínimo, y el mercado potencial es inmenso, realmente gigantesco.
Goddard me miraba fijamente, aunque yo no lograba saber si le había causado buena impresión o si pensaba que me había vuelto loco. Continué:
– Así que en lugar de intentar maquillar este producto viejo y francamente inferior, le cambiamos el mercado. Le ponemos encima una cubierta rígida, le metemos cifrados de seguridad, y nos hacemos de oro. Si nos movemos con rapidez, seremos los dueños de este nicho del mercado. Olvídense de la cancelación de cincuenta millones. Ahora estamos hablando de cientos de millones en ingresos adicionales al año.
– Dios mío -dijo Camilletti desde su extremo de la mesa. Estaba garabateando notas sobre un bloc.
Goddard comenzó a asentir, primero despacio, luego con más fuerza.
– Muy intrigante -dijo. Se dirigió a Nora-. ¿Cómo dices que se llama? ¿Elijah?
– Adam -dijo Nora con brusquedad.
– Gracias, Adam -dijo-. Eso no ha estado nada mal.
No me lo agradezcas, pensé. Dale las gracias a Nick Wyatt.
Y entonces sorprendí a Nora mirándome con expresión de puro y manifiesto odio.
Capítulo 34
La decisión oficial nos llegó por correo electrónico antes de la comida: Goddard había ordenado una suspensión de la sentencia contra el Maestro. Se le ordenaba al equipo del Maestro que presentara una propuesta de reforma y reembalaje que cumpliera los requerimientos del Ejército. Mientras tanto, Relaciones Gubernamentales de Trion comenzaría a negociar un contrato con el Departamento de Adquisición y Logística de Sistemas de Información para la Defensa del Pentágono.
Traducción: la habíamos clavado. No sólo habían sacado el producto de Cuidados Intensivos, sino que le habían hecho un trasplante de corazón y una completa transfusión sanguínea.
Y la mierda había llegado hasta el techo.
Estaba en el baño de hombres, parado frente al urinario y bajándome la bragueta, cuando entró Chad, caminando con desparpajo. Me había dado cuenta de que Chad parecía entender, por una especie de sexto sentido, que yo era un orinador tímido. Siempre me seguía al baño para hablar del trabajo o de deportes, y efectivamente se me cerraba el chorro. Esta vez llegó hasta el urinario de al lado con la cara iluminada, como si le diera gusto verme. Oí cómo se bajaba la bragueta y la vejiga se me quedó atornillada. Volví a poner la mirada sobre los azulejos que había encima del urinario.
– Buen trabajo, campeón -dijo-. ¡Así se suben puestos! -Sacudió lentamente la cabeza, hizo un ruido como de escupitajo. Su orina salpicó ruidosamente el pequeño rombo del fondo del urinario-. Dios mío.
Rezumaba sarcasmo. Había cruzado una línea invisible: ni siquiera se molestaba en disimular.
Pensé: ¿Podrías irte ya, para que pueda hacer mis necesidades?
– He salvado el producto -señalé.
– Sí, y al hacerlo has quemado a Nora. ¿Valía la pena, a cambio de marcarte unos cuantos puntos ante el presidente, a cambio de un poco de protagonismo? Aquí no funciona así, tío. Acabas de cagarla.
Se sacudió, se subió la bragueta y salió del lugar sin lavarse las manos.
Cuando regresé a mi cubículo, me había llegado un mensaje de Nora.
– Nora -dije al entrar a su oficina.
– Adam -dijo suavemente-. Siéntese, por favor.
Estaba sonriente: una sonrisa triste, amable. Era un mal presagio.
– Nora, ¿puedo decir…?
– Adam, como usted sabe, una de las cosas que nos enorgullece en Trion es tratar de adecuar el trabajador a su trabajo: asegurarnos de que nuestra gente de más alto potencial siempre reciba las responsabilidades que mejor le convengan. -Sonrió de nuevo y sus ojos brillaron-. Es por eso que acabo de solicitar una transferencia, y le he pedido a Tom que le dé prioridad.
– ¿Una transferencia?
– Estamos muy impresionados con su talento, su inventiva, la profundidad de sus conocimientos. La reunión de esta mañana lo ilustró todo muy bien. Creemos que alguien de su calibre podría hacer mucho bien en nuestro complejo RTP. Allí, un jugador como usted, un jugador con espíritu de equipo, le sería muy útil a la unidad de administración de suministros.
– ¿RTP?
– Nuestra oficina satélite en el Research Triangle Park. [12] En Raleigh-Durham, Carolina del Norte.
– ¿Carolina del Norte? -¿Era posible lo que estaba oyendo?-. ¿Está usted hablando de transferirme a Carolina del Norte?
– Adam, lo dice como si fuera Siberia. ¿Ha estado alguna vez en Raleigh-Durham? Es una zona bellísima, de verdad.
– Yo… Pero no me puedo mudar, tengo responsabilidades aquí, tengo…
– Reubicación Laboral lo coordinará todo por usted. Cubrirán todos los gastos de la mudanza, dentro de límites razonables, claro. Ya he puesto el asunto en marcha con los de Recursos Humanos. Toda mudanza es un poco problemática, por supuesto, pero ellos lo hacen de forma sorprendentemente indolora. -Sonrió de oreja a oreja-. ¡Le va a encantar ese sitio, y usted les va a encantar a ellos!
– Nora -dije-, Goddard me pidió mi más honesta opinión, y a mí me gusta mucho todo lo que usted ha hecho con la línea Maestro, no iba a negarlo. Lo último que quería era contrariarla.
– ¿Contrariarme? -dijo-. Al contrario, Adam: agradecí mucho su intervención. Sólo que hubiera preferido que compartiera sus ideas conmigo antes de la reunión. Pero todo eso es cosa del pasado. Se nos aproximan cosas mejores y más grandes. ¡Y a usted también!
La mudanza debería tener lugar dentro de las tres semanas siguientes. Yo estaba en completo pánico. Las instalaciones de Carolina del Norte se destinaban estrictamente a asuntos menores, y quedaban a millones de kilómetros de Investigación y Desarrollo. Yo dejaría de ser útil para Wyatt, y Wyatt me culparía por el error. Prácticamente alcanzaba a oír la hoja de la guillotina bajando deprisa sobre sus rieles.
Es gracioso: sólo cuando hube salido del despacho de Nora pensé en mi padre, y entonces sí que lo entendí. No podía mudarme. No podía dejar al viejo aquí. Pero ¿cómo podía negarme a ir adonde Nora me enviaba? Aparte de «escalar» -pasarle por encima, o al menos tratar de hacerlo; pero seguro que me saldría el tiro por la culata-, ¿qué opción tenía? Si me negaba a ir a Carolina del Norte, tendría que renunciar a Trion, y entonces la tierra se abriría bajo mis pies.
Me parecía como si el edificio entero estuviera dando vueltas lentamente; tuve que sentarme, tuve que ponerme a reflexionar. Al pasar junto a su despacho, Noah Mordden me llamó agitando un dedo en el aire.
– Ah, Cassidy -dijo-. Nuestro propio Julien Sorel. Trata bien a Madame de Renal, por favor.
– ¿Disculpa? -dije. No tenía la menor idea de a qué se refería.
Vestido con su camisa hawaiana de marca y sus gafas de montura negra, gruesa y redonda, Mordden parecía cada vez más una caricatura de sí mismo. Sonó su teléfono interno, pero, como es natural, no era un timbre ordinario. Era un archivo de sonido sacado de «Suffragette City», de David Bowie: «Oh! wham bam thank you ma'aval.»
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br /> – Sospecho que has causado buena impresión a Goddard -dijo-. Pero al mismo tiempo debes intentar no fastidiar a tu superior inmediato. Olvida a Stendhal. Deberías leer a Sun Tzu -dijo y frunció el ceño.
La oficina de Mordden estaba decorada con todo tipo de cosas raras. Había un tablero de ajedrez abandonado con gran esfuerzo en mitad del juego, un póster de H. P. Lovecraft, una muñeca grande de pelo rubio y rizado. Apunté al tablero de manera inquisitiva.
– Tal-Botvinnik, 1960 -dijo, como si eso quisiera decir algo para mí-. Una de las grandes jugadas de todos los tiempos. Sea como sea, lo que quiero decir es que uno no debe sitiar ciudades amuralladas si puede evitarlo. Además, y esto es sabiduría no de Sun Tzu sino del emperador romano Domiciano, si atacas al rey, debes matarlo. Tú, en cambio, lanzaste un ataque contra Nora sin preparar un colchón de seguridad.
– No era mi intención atacarla.
– Fuera cual fuese tu intención, calculaste muy mal, mi amigo. Te destruirá, puedes estar seguro.
– Me va a transferir al Research Triangle Park.
Levantó una ceja.
– Podía haber sido peor, ¿no crees? ¿Has estado alguna vez en Jackson, Mississippi?
Sí que había estado, y el sitio me agradaba; pero estaba deprimido y no me sentía con ánimos para una larga conversación con este tío tan raro. Me ponía nervioso. Señalé la muñeca fea de la pared y pregunté:
– ¿Es tuya?
– Quiéreme, Lucille -dijo-. Un fracaso, pero un fracaso que, debo decirlo, fue iniciativa mía.
– ¿Eras ingeniero de… muñecas?
Alargó un brazo y apretó la mano de la muñeca, y la muñeca cobró vida: sus ojos espantosamente verosímiles se abrieron y enseguida se entrecerraron con la animación de un ser humano. Su boca en forma de arco de Cupido se abrió y luego hizo una mueca aterradora.
– A que nunca has visto a una muñeca hacer eso.
– Y no creo que quiera volver a verlo.
Mordden se permitió una leve sonrisa.
– Lucille tiene una completa gama de expresiones humanas. Es completamente robótica, muy impresionante, la verdad. Se queja, se pone exigente y molesta, como un bebé de verdad. Necesita eructar de vez en cuando, gorjea, susurra, hasta se hace pis en los pañales. Exhibe alarmantes síntomas de cólico. Le da de todo salvo alergia a los pañales. Tiene localizador de voz, lo que significa que mira a quien le esté hablando. Puedes enseñarle a hablar.
– No sabía que hicieras muñecas.
– Oye, aquí hago lo que me da la gana. Soy Ingeniero Distinguido. La inventé para mi sobrina menor, que luego se negó a jugar con ella. Le pareció escalofriante.
– Es un poco fea, la verdad.
– El esculpido quedó mal. Pero ahora puedes comprarla por diecinueve noventa y nueve en KB Toys y Toys 'R' Us.
Se dirigió a la muñeca.
– ¿Lucille? Saluda a nuestro presidente.
Lucille giró la cabeza hacia Mordden. Se oía un leve zumbido mecánico. Parpadeó, frunció el ceño y empezó a hablar en la voz profunda de James Earl Jones, formando cada palabra con los labios:
– Que te joroben, Goddard.
– Dios mío -espeté.
Lucille se giró hacia mí, parpadeó de nuevo y sonrió con dulzura.
– Los intestinos tecnológicos de este espantoso trol eran demasiado avanzados para su tiempo -dijo Mordden-. Desarrollé un sistema operativo de trama múltiple que funciona con un procesador de ocho bits. Inteligencia artificial de última generación sobre un código muy apretado. La arquitectura es muy astuta. Hay tres ASIC separados en su panza, y yo los diseñé.
ASIC era como se llamaba en jerga de freak un chip de ordenador diseñado a medida y capaz de hacer varias cosas distintas.
– ¿Lucille? -dijo Mordden, y la muñeca se giró parpadeando-. Vete a la mierda, Lucille.
Lucille entrecerró lentamente los ojos, su boca se estiró hacia abajo y emitió un angustioso buuu. Una lágrima solitaria le bajó por la mejilla. Mordden le levantó la parte superior del pijama, dejando al aire una pequeña pantalla de cristal líquido.
– Papá y mamá pueden programarla y ver la programación en esta pantallita patentada por Trion. Uno de los ASIC controla esta pantalla, otro controla los motores, otro controla el habla.
– Increíble -dije-. Y todo esto para una muñeca.
– Correcto. Y luego la compañía de juguetes con la que nos asociamos echó a perder el lanzamiento. Que te sirva de lección. El embalaje era terrible. La distribución no se hizo hasta la última semana de noviembre, es decir, unas ocho semanas demasiado tarde, porque para entonces mamá y papá ya han hecho sus listas de Navidad. Además, el precio era una mierda. En esta economía, a mamá y papá no les gusta gastar más de cien dólares en un juguetito. Y por supuesto, los genios de marketing de Consumo Educativo Trion creyeron que yo había inventado el próximo Beanie Baby [13] así que acumulamos una reserva de varios cientos de miles de chips hechos a medida, manufacturados en China a un costo enorme e inútiles para cualquier otra cosa. O sea que Trion quedó en poder de casi medio millón de muñecas feas que nadie quería, además de trescientos mil componentes de repuesto que no llegaron a ensamblarse y que a día de hoy descansan en un depósito de Van Nuys.
– Ay.
– No pasa nada. Nadie puede tocarme. Tengo criptonita.
No dijo a qué se refería, pero así era Mordden, siempre al filo de la locura, de manera que no seguí adelante con la conversación. Regresé a mi cubículo, donde encontré que tenía varios mensajes de voz. Cuando escuché el segundo, reconocí la voz, con sobresalto, aun antes de que se identificara.
– Señor Cassidy -dijo la voz áspera-, yo quisiera… Ah, sí, soy Jock Goddard. Me gustaron mucho sus comentarios de la reunión de esta mañana, y me gustaría saber si puede usted pasar por mi oficina. ¿Podría llamar a Flo, mi asistente, y arreglar una cita?
Cuarta Parte. Compromiso
Compromiso: La detección de un agente, un piso franco o una técnica de inteligencia por parte de alguien del otro bando.
Diccionario internacional del espionaje.
Capítulo 35
El despacho de Jock Goddard no era más grande que el de Tom Lundgren o el de Nora Sommers. Me impresionó. El despacho del maldito presidente ejecutivo era apenas unos metros más grande que mi patético cubículo. La primera vez seguí recto, convencido de que estaba en el lugar equivocado. Pero ahí estaba el nombre -Augustine Goddard- en una placa de bronce puesta sobre la puerta, y de hecho él mismo estaba fuera, hablando con su asistente. Llevaba uno de sus suéteres de medio cuello, sin chaqueta, y llevaba unas gafas de lectura de montura negra. La mujer a la que le hablaba (asumí que era Florence) era una negra grande vestida con un magnífico traje sastre plateado. El pelo le caía a ambos lados de la cabeza, atravesado por franjas grises como una mofeta, y tenía un aspecto formidable.
Ambos me miraron cuando me acerqué. Ella no tenía idea de quién era yo, y Goddard tardó un minuto reconocerme, pero al fin lo logró -era el día siguiente a la gran reunión- y dijo:
– Ah, Señor Cassidy. Genial, gracias por venir. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
– Estoy bien, gracias -dije. Recordé el consejo de la doctora Bolton y dije-: Tal vez un poco de agua.
De cerca, Goddard se veía más pequeño y sus hombros más caídos. Su famosa cara de duende -los labios delgados, los ojos brillantes- era exactamente como las máscaras con su rostro que una de las unidades comerciales había mandado fabricar para la fiesta de Halloween del año anterior. Yo había visto una de ellas colgada de un alfiler en la pared de algún cubículo. Todos los de la unidad se habían puesto la máscara y habían montado una especie de parodia o algo así.
Flo le alcanzó un sobre de papel manila -era mi expediente de Recursos Humanos- y él le dijo que no le pasara llamadas, y me invitó a su despacho. Yo no sabía qué quería de mí, así que mi sentimiento de culpa se exacerbó: había estado merodeando por la empresa de este tío, jugando a los espías. Había tenido cuidado, por
supuesto, pero un par de veces había cometido errores.
Aun así, ¿podía tratarse de algo malo? El presidente nunca levanta el hacha él mismo, deja que lo hagan sus verdugos. Pero no pude evitar preguntármelo. Estaba ridículamente nervioso, y no tenía demasiado éxito a la hora de disimularlo.
Goddard abrió una pequeña nevera escondida en un armario y me alcanzó una botella de Aquafina. Luego se sentó detrás de su escritorio -en realidad, no había otro lugar- y de inmediato se recostó en su silla de cuero. Yo me senté en una de las sillas del otro lado de la mesa. Miré alrededor y vi una foto de una mujer poco atractiva que tomé por su esposa, ya que tenían aproximadamente la misma edad. Tenía el pelo blanco, era simple y estaba sorprendentemente arrugada (Mordden la había llamado shar-pei) y llevaba un collar de perlas de tres vueltas a lo Barbara Bush, probablemente para disimular los pliegues del cuello. Me pregunté si Nick Wyatt, consumido como estaba de envidia por Jock Goddard, tenía la menor idea de la mujer que esperaba al envidiado por las noches. Las bellezas tontas de Wyatt cambiaban o rotaban cada dos noches, y todas tenían las tetas como si fueran modelos de revista; ése era uno de los requisitos del empleo.
Había una estantería llena de reproducciones de latón de coches clásicos, deportivos con grandes alerones y líneas terminadas en punta, y unos cuantos camiones de leche Divco. Eran modelos de los cuarenta o los cincuenta, probablemente de cuando Jock Goddard era un niño o un jovencito.
Me sorprendió mirándolos y dijo:
– ¿Qué coche tiene usted?
– ¿Qué coche tengo? -Por un instante no supe a qué se refería-. Ah, un Audi A6.
– Audi -repitió como si fuera una palabra extranjera. De acuerdo, tal vez lo sea-. ¿Le gusta?
– Está bien.
– Hubiera pensado que sería un Porsche 911, o al menos un Boxster, o algo por el estilo. Un tipo como usted.