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Paranoia Page 20


  – Ningún chanchullo -dije, incómodo, mientras subíamos al coche-. Me cayó en las manos.

  – Vamos, tío, que soy yo, Seth. ¿Te acuerdas de mí? Qué, ¿vendes drogas? Porque si es eso, más vale que me metas.

  Solté una risa hueca. Mientras salíamos vi un coche absurdo que debía de ser el suyo: sobre un cochecito de mala muerte había una gigantesca lata de Red Bull, azul, roja y plateada. Era como de broma.

  – ¿Eso es tuyo?

  – Sí. Guay, ¿no? -dijo. No sonaba muy entusiasmado.

  – Simpático -dije. Era ridículo.

  – ¿Sabes cuánto me ha costado? Nada. Sólo tengo que conducirlo por ahí.

  – Buen trato.

  Se recostó en el asiento de cuero flexible.

  – Qué máquina -dijo. Respiró una bocanada del olor a coche nuevo-. Esto es genial, tío. Creo que prefiero tu vida. ¿Cambiamos?

  Capítulo 39

  Volver a encontrarme con la doctora Bolton en las oficinas de Wyatt, donde podría ser visto al llegar o al salir, era, por supuesto, impensable. Pero ahora que había entrado en el club de los grandes cazadores, necesitaba una sesión en profundidad. Wyatt insistió, y yo no me mostré en desacuerdo.

  Así que el sábado siguiente nos dimos cita en un Marriott, en una suite destinada a reuniones de negocios. Me habían mandado por correo electrónico el número de habitación. Cuando llegué, ella ya estaba allí, con su ordenador conectado a un monitor de vídeo. Qué raro: esta mujer todavía me ponía nervioso. En el camino había parado para darme otro de mis cortes de pelo de cien dólares, y llevaba ropa decente, no mi acostumbrado atuendo de fin de semana.

  Había olvidado lo intensa que era -los gélidos ojos azules, el pelo rojo cobrizo, el rojo reluciente de labios y uñas- y al mismo tiempo lo dura que parecía. Le di un firme apretón de manos.

  – Llega muy puntual -dijo, sonriendo.

  Me encogí de hombros, medio sonriendo para hacerle saber que sí, que entendía el comentario, pero la verdad es que no me pareció divertido.

  – Tiene buen aspecto. El éxito le sienta bien.

  Nos sentamos frente a una elegante mesa de conferencias que parecía salida del comedor de alguien -del mío, tal vez- y me preguntó cómo iba todo. Le informé de lo bueno y de lo malo, incluyendo a Chad y a Nora.

  – Tendrá enemigos -dijo-. Eso es de esperar. Pero esos dos son amenazas: usted ha dejado una colilla en el bosque, y si no la apaga puede encontrarse con un incendio.

  – ¿Y cómo la apago?

  – Ya hablaremos de eso. Por ahora, quiero que nos concentremos en Jock Goddard. Y aunque acabe por olvidar todo lo que voy a decirle hoy, quiero que recuerde por lo menos esto: Goddard es patológicamente honesto.

  No pude evitar una sonrisa. Aquello venía de la consigliere de Nick Wyatt, un hombre tan tramposo que haría trampas en un examen de próstata.

  Sus ojos relampaguearon de irritación. Se inclinó hacia mí:

  – No es una broma. Goddard no le ha escogido porque le guste su cabeza, sus ideas (que por supuesto no son para nada suyas), sino porque su honestidad le resulta refrescante. Usted dice lo que piensa. Eso le gusta.

  – ¿Eso es «patológico»?

  – La honestidad es prácticamente un fetiche para él. Cuanto más directo sea usted, cuanto menos calculador parezca, mejor será el resultado. -Me pregunté si Judith veía la ironía de lo que estaba haciendo: aconsejándome sobre cómo engañar a Jock Goddard fingiendo honestidad. Cien por cien honestidad sintética, cero por ciento fibras naturales-. Si llega a detectar algo sospechoso, obsecuente o calculador en su comportamiento, si llega a pensar que trata de lamerle el culo o de seguirle el juego, Goddard se echará atrás. Y una vez perdida, su confianza no es recuperable.

  – Entendido -dije, con impaciencia-. De ahora en adelante, nada de seguirle el juego.

  – Cariño, ¿en qué planeta vives? -me espetó-. Por supuesto que le seguimos el juego al viejo. Lección número dos del arte del peloteo. Usted lo manipulará, pero tendrá que hacerlo con mucho arte. Nada obvio, nada que pueda olerse. Igual que los perros pueden oler el miedo, Goddard puede oler la mentira. Así que usted se presentará como el tipo más directo del mundo. Las malas noticias que le oculten los demás, se las dará usted. Le mostrará un plan que le guste, pero será usted mismo quien señale los puntos débiles. La integridad es un bien escaso en nuestro mundo: cuando aprenda a fingirla, Adam, irá por buen camino.

  – Que es por donde quiero ir -dije con sequedad.

  Judith no tenía tiempo para mis sarcasmos.

  – La gente siempre dice que a nadie le gustan los lameculos. Pero la verdad es que a la inmensa mayoría de presidentes ejecutivos les encanta que les laman el culo, aun cuando saben que se lo están lamiendo. Se sienten poderosos, confiados, un lameculos reafirma sus frágiles egos. Jock Goddard, en cambio, no tiene esa necesidad. Créame, Goddard tiene una opinión bastante buena de sí mismo. Ni la necesidad ni la vanidad lo han enceguecido. No es un Mussolini que necesite rodearse de hombres que siempre le den la razón.

  ¿Como alguien a quien conocemos?, pensé.

  – Mire el tipo de gente de la que se rodea: gente inteligente, ingeniosa, que pueda ser brusca y franca.

  Asentí.

  – Quiere decir que no le gustan los halagos.

  – No, eso no es para nada lo que quiero decir. A todo el mundo le gustan los halagos. Pero Goddard tiene que sentir que son de verdad. Una vez Napoleón salió a cazar en el Bois de Boulogne con Talleyrand, que quería desesperadamente impresionar al gran general. El bosque estaba repleto de conejos, y Napoleón mató cincuenta. Pero cuando descubrió que no eran conejos salvajes, que Talleyrand había mandado a uno de sus sirvientes a comprar docenas de conejos en el mercado y a soltarlos en el bosque, se enfureció. Nunca volvió a confiar en Talleyrand.

  – Lo tendré en mente la próxima vez que Goddard me invite a cazar conejos.

  – Lo importante -me ladró- es que cuando halague, lo haga de forma indirecta.

  – Pero yo no estoy tratando con conejos, Judith. Más bien con lobos.

  – Muy bien. ¿Sabe mucho de lobos?

  – Un poco.

  – Es muy simple. Siempre hay un macho Alfa, por supuesto, pero lo interesante es que la jerarquía se pone a prueba constantemente. Es muy inestable. A veces un macho Alfa suelta un pedazo de carne justo en frente de los otros y se echa un par de pasos para atrás, y se pone a mirar. Los reta a que se atrevan siquiera a olerlo.

  – Y si lo hacen, pueden darse por muertos.

  – Error. Por lo general, el Alfa no hace más que mirar. Tal vez posar un poco. Levantar la cola y las orejas, gruñir, verse grande y fiero. Y si estalla una pelea, el Alfa atacará las partes más vulnerables de su agresor. Su intención no es herir de gravedad a un miembro de su propia manada, ni mucho menos matar a alguien, por supuesto. El lobo Alfa necesita a los demás. Los lobos son animales pequeños, y ningún lobo es capaz de matar a un alce, a un caribú, sin la ayuda de la manada. Lo importante es que están constantemente poniéndose a prueba.

  – Es decir, que me van a poner a prueba constantemente.

  Así era: para entender a Goddard, no necesitaba un máster. Necesitaba un diploma de veterinario. Judith me miró de soslayo.

  – El asunto, Adam, es que las pruebas son siempre muy sutiles. Pero al mismo tiempo el líder de una manada quiere que su equipo sea fuerte. Por eso se aceptan ocasionales muestras de agresividad: demuestran la resistencia, la fuerza, la vitalidad de la manada entera. Por eso es importante la honestidad, la franqueza estratégica. Cuando halague, hágalo de manera sutil e indirecta, y asegúrese de que Goddard piensa que de usted siempre recibirá la pura verdad. Jock Goddard sabe lo que muchos otros presidentes ignoran: que la franqueza de sus asistentes es vital a la hora de saber qué ocurre realmente en su empresa. Porque si pierde contacto con lo que realmente ocurre, está muerto. Y déjeme que le diga algo más que necesita saber. En toda relación mentor-protegido entre hombres hay un componente padre-hijo, pero yo tengo la sospecha de que en es
te caso la relación es aun más cercana. Es probable que usted le recuerde a su hijo Elijah.

  Recordé que Goddard me había llamado así un par de veces, por error.

  – ¿Tiene mi edad?

  – La habría tenido. Murió hace un par de años, a los veintitrés. Hay quienes piensan que desde la tragedia Goddard no ha sido el mismo, que se ha vuelto demasiado blando. El asunto es que igual que usted puede llegar a idealizar a Goddard como el padre que le habría gustado tener -y aquí sonrió: de alguna manera sabía lo de mi padre-, es probable que usted le recuerde al hijo que le gustaría tener todavía. Y usted debería ser consciente de ello, porque es algo que tal vez pueda usar. Y es algo que debe tener en mente, porque Goddard puede mostrarse a veces inmerecidamente laxo con usted, pero otras veces puede ser más exigente de lo normal.

  Presionó algunas teclas de su portátil.

  – Ahora necesito toda su atención. Vamos a ver algunas entrevistas que a lo largo de los años Goddard ha dado por televisión: una vieja, de Wall Street Week With Louis Rukeyer, varias de CNBC, una que hizo con Katie Couric en The Today Show.

  En la pantalla apareció, paralizada, una imagen de un Jock Goddard mucho más joven, aunque ya pícaro y con aires de duende. Judith giró sobre su silla para ponerse de cara a mí.

  – Adam, ésta es una excelente oportunidad. Pero es también una situación mucho más peligrosa que la que ha experimentado hasta ahora en Trion, porque se encontrará más constreñido, menos libre de pasar desapercibido por la compañía o simplemente de andar con gente normal y trabajar con ellos. Paradójicamente, su trabajo de inteligencia acaba de volverse mucho más difícil. Necesitará todas las municiones que pueda cargar. Por eso quiero que hoy, cuando terminemos de trabajar, usted conozca a este tipo como la palma de su mano. ¿Me sigue?

  – La sigo.

  – Bien -dijo, y sonrió con una de sus sonrisitas atemorizadoras-. Sé que es así -luego bajó la voz y habló casi en susurros-. Escuche, Adam, tengo que decírselo por su propio bien: nuestro Nick se está impacientando, quiere resultados. ¿Cuántas semanas lleva usted en Trion? Y todavía no sabemos lo que ocurre con los trabajos secretos.

  – La agresividad tiene un límite -dije-, y…

  – Adam -me dijo en voz baja y en un inconfundible tono de amenaza-. Con Nick no hay que jugar.

  Capítulo 40

  Alana Jennings vivía en un dúplex ubicado en uno de esos edificios de ladrillo rojo, a poca distancia de las oficinas de Trion. Lo reconocí de inmediato gracias a la foto.

  Cuando empiezas a salir con una chica y te das cuenta de todo por primera vez, dónde vive y cómo viste y el perfume que usa, todo parece nuevo y distinto, ¿no es así? Pues bien, lo extraño era que yo sabía mucho de ella, más de lo que algunos maridos llegan a saber de sus mujeres, y no había pasado con ella más de un par de horas.

  Aparqué el Porsche en la entrada de la casa -¿no es en parte para eso que están los Porsches, para impresionar a las chicas?-, subí la escalera y toqué el timbre. Su voz alegre habló por el interfono: bajaba, dijo.

  Llevaba una blusa campesina blanca y bordada y mallas negras, tenía el pelo recogido y no llevaba esas gafas negras que tanto miedo me daban. Me pregunté si los campesinos usaban jamás blusas campesinas, y si había campesinos aún en el mundo, y, en caso de que los hubiera, si se veían a sí mismos como campesinos. Alana iba demasiado bella. Olía muy bien, diferente de las demás chicas con las que acostumbraba salir. Una fragancia floral llamada Fleurissimo; recordé haber leído que la compraba en un lugar llamado Casa del Credo cada vez que iba a París.

  – Hola -dije.

  – Hola, Adam.

  Llevaba pintalabios brillante y cargaba un diminuto bolso negro y cuadrado colgado del hombro.

  – Mi coche está aquí -dije, tratando de ser sutil acerca del Porsche recién comprado y negro y reluciente que teníamos enfrente. Alana lo evaluó de una mirada pero no dijo nada. Probablemente su cabeza lo relacionaba con mi americana Zegna y mis pantalones y mi camisa negra de cuello abierto, y tal vez también con el reloj italiano de cinco mil dólares. Llevaba una blusa campesina; yo llevaba Hermenegildo Zegna. Perfecto. Ella fingía ser pobre, mientras yo trataba de parecer rico y tal vez me esforzaba demasiado.

  Le abrí la puerta del pasajero. Antes había echado hacia atrás su asiento, para que hubiera suficiente espacio para sus piernas. El aire del interior estaba cargado con el aroma del cuero nuevo. Había una pegatina del parking de Trion en la parte trasera izquierda del coche; ella no la había visto todavía. No la vería tampoco desde dentro del coche, pero quizá lo hiciera en algún momento, y no había problema: tarde o temprano iba a enterarse, de una forma o de otra, de que yo también trabajaba en Trion, y de que me habían contratado para ocupar su puesto. La coincidencia sería un poco rara, dado que nunca nos habíamos visto en el trabajo, y cuanto más pronto saliera a la luz, mejor sería. De hecho, yo había preparado un discursito típico: «¡Estás de broma! ¿En serio? ¡Yo también! ¡Qué increíble!»

  Hubo algunos instantes de silencio incómodo en el trayecto hacia su restaurante Thai favorito. Lanzó una mirada al velocímetro y volvió a fijarse en la calle.

  – Será mejor que tengas cuidado por aquí -dijo-. Es una trampa para corredores. Los policías esperan a que pases de ochenta y de inmediato te echan el guante.

  Sonreí, asentí, y de inmediato recordé una escena de una de sus películas favoritas, Perdición, que yo había alquilado la noche anterior.

  – ¿A cuánto iba, oficial? -dije en esa especie de voz plana de cine negro a lo Fred MacMurray.

  Lo cogió de inmediato. Qué chica tan lista. Sonrió.

  – A unos noventa, diría yo -imitaba perfectamente la voz de vampiresa de Barbara Stanwyck.

  – Suponga que se baja de la moto y me pone una multa.

  – Suponga que le permito que se vaya con una simple advertencia -respondió, jugando el juego, con ojos traviesos.

  Yo tardé unos segundos en recordar la siguiente línea.

  – Suponga que la advertencia no hace efecto.

  – Suponga que le doy un manotazo en los nudillos.

  Sonreí. Alana era buena, y estaba metida en el papel.

  – Suponga que me pongo a llorar y me recuesto sobre su hombro.

  – Suponga que lo intenta sobre el hombro de mi marido.

  – Eso lo estropea todo -dije. Fin de la escena. Corten, grabado. Toma completa.

  Alana rió, encantada.

  – ¿Cómo es que conoces eso?

  – Demasiado tiempo perdido viendo películas en blanco y negro.

  – ¡Yo también! Y Perdición es una de mis favoritas.

  – Me la sé de memoria, junto a El crepúsculo de los dioses. -Era otra de sus favoritas.

  – ¡Exacto! «Yo soy grande. Es el cine el que se ha vuelto pequeño.»

  Quise retirarme mientras iba ganando, porque ya se me había agotado mi reserva de datos inútiles sobre cine negro. Llevé la conversación al tema del tenis, que era más seguro. Luego me detuve frente al restaurante, y los ojos de Alana se iluminaron de nuevo.

  – ¿Conoces este sitio? ¡Es el mejor!

  – En cuanto a comida Thai, no hay otro igual, al menos para mí.

  Un mozo aparcó el coche -no podía creer que le estuviera dando las llaves de mi Porsche nuevo a un chico de dieciocho años que probablemente lo sacaría a dar una vuelta cuando no hubiera mucho trabajo-, de manera que Alana nunca llegó a ver la pegatina de Trion. Pronto tendría que sacar a colación el viejo tema de «y tú a qué te dedicas». Mejor que fuera yo, pensé, y no que ella tuviera que sacármelo a la fuerza.

  La verdad es que durante un buen rato fue una velada magnifica. Lo de Perdición parecía haberla puesto cómoda, parecía haberle hecho creer que estaba con una alma gemela. Un tío que escuchaba a Ani DiFranco, además: ¿qué más podía pedir? Tal vez un poco de profundidad: a las mujeres les suele gustar la profundidad, o al menos algún que otro momento de reflexión, y yo eso lo tenía bajo control.

  Pedimos ensalada de pap
aya verde y rollitos primavera vegetarianos. Llegué a pensar en decirle que era vegetariano como ella, pero luego pensé que eso sería demasiado, y además no estaba seguro de ser capaz de sostener la farsa durante más de una cena. Así que pedí pollo Masaman al curry y ella pidió un curry vegetariano sin leche de coco -recordé haber leído que era alérgica a las gambas- y ambos bebimos cerveza Thai.

  Del tenis pasamos al Tennis & Racquet Club, pero me apresuré a alejarnos de esos peligrosos precipicios que nos llevarían a la pregunta de cómo y por qué me encontraba allí ese día. Luego hablamos de golf y de las vacaciones de verano. Alana usaba «verano» como verbo. Se dio cuenta muy rápidamente de que veníamos de distintos lados del muro, pero eso le pareció bien. No iba a casarse conmigo ni presentarme a su padre, y yo no quería falsear también mi historia familiar, porque eso sería demasiado trabajo. Además no parecía necesario: yo parecía gustarle. Le conté historias de cuando trabajaba en el club de tenis, de los turnos nocturnos en la estación de servicio. En realidad, debió de sentirse un poco incómoda con su educación privilegiada, porque dijo una mentirijilla sobre cómo sus padres la obligaban a pasar parte del verano haciendo trabajos menores «en la empresa donde trabaja papá», evitando mencionar que papá era el presidente ejecutivo. Yo sabía, además, que Alana nunca había trabajado en la empresa de su padre. Sus veranos los había pasado en un rancho de Wyoming, en un safari en Tanzania, viviendo con otro par de chicas en un piso del VI de París (pagado por papá), o de interna en la Peggy Guggenheim, en el Gran Canal de Venecia. No poniendo gasolina, precisamente.

  Cuando mencionó la empresa en que «trabajaba» su padre, me preparé para el inevitable tema de «y tú a qué te dedicas, dónde trabajas». Pero no llegó; llegaría más tarde. Me sorprendió cuando lo mencionó de una manera extraña, como armando un juego alrededor del tema. Suspiró.

  – Bien, supongo que ahora tendremos que hablar de nuestro trabajo, ¿no?

  – Bueno, pues…

  – Para poder hablar sin parar de lo que hacemos durante el día, ¿no es cierto? Bueno, pues yo estoy en el área tecnológica, ¿vale? Y tú… espera, no me digas, yo lo sé.