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Paranoia Page 5
Paranoia Read online
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Cuando llegué, estaba sentado en su sillón favorito, frente a un televisor grande que era su principal ocupación. Le permitía quejarse de algo en tiempo real. Con los tubos en la nariz (ahora le ponían oxígeno veinticuatro horas al día), estaba viendo un programa publicitario cualquiera por cable.
– Hola, papá -dije.
Tardó un minuto más o menos en levantar la cabeza: estaba hipnotizado por la publicidad, como si se tratara de la escena de la ducha en Psicosis. Había adelgazado, aunque tenía todavía pecho de nadador, y su pelo, cortado al rape, se había vuelto blanco. Cuando levantó la cara y me vio, dijo:
– La arpía se marcha, ¿sabías?
La «arpía» en cuestión era su última asistente médica, una irlandesa cincuentona, malcarada y temperamental, de llameante pelo rojo teñido, llamada Maureen. Cruzaba el salón cojeando, como si estuviera haciendo una fila -tenía problemas de cadera-, con una cesta de plástico de lavandería llena hasta el tope de las camisetas blancas y los calzoncillos bien doblados que constituían el extenso guardarropa de mi padre. La única sorpresa de su marcha era que hubiera tardado tanto. Mi padre tenía un pequeño timbre inalámbrico sobre la mesa, junto a su sillón, y lo hacía sonar cada vez que necesitaba algo, lo cual parecía ser siempre. El oxígeno no funcionaba, o las cositas de los tubos le secaban la nariz, o necesitaba ayuda para ir a orinar al baño. De vez en cuando, ella lo llevaba a «caminar» en su silla de ruedas motorizada, para que él pudiera pasearse por los centros comerciales y quejarse de los gamberros e insultarla un poco más. La acusaba de robarle sus analgésicos. Era como para enloquecer a una persona normal, y Maureen ya parecía bastante nerviosa.
– ¿Por qué no le cuenta cómo me ha llamado? -dijo ella mientras ponía la ropa limpia sobré el sofá.
– Por todos los cielos -dijo él. Hablaba en frases breves y cortadas, pues siempre le faltaba el aire-. Me pones anticongelante en el café. Me doy cuenta cuando lo pruebo. A esto lo llaman ancianicidio, sabes. Asesinatos con canas.
– Si quisiera matarlo, usaría algo más fuerte que anticongelante -repuso ella bruscamente. Su acento irlandés era todavía marcado, a pesar de llevar más de veinte años viviendo aquí. Mi padre acusaba invariablemente a sus enfermeros de querer matarlo. Si llegaran a hacerlo, ¿quién podría reprochárselo?-. Me ha llamado… una palabra que no puedo repetir.
– Me cago en la leche, la he llamado hija de puta. Algo bastante amable para lo que es. Me ha agredido. Estoy aquí sentado, conectado a estos tubos de mierda, y esta perra se pone a darme bofetadas.
– Le he quitado un cigarrillo de las manos -dijo Maureen-. Estaba tratando de fumar a escondidas mientras yo estaba abajo, lavando la ropa. Como si no pudiera sentir el olor que hay por toda la casa. -Me miró y un ojo se le desvió-. ¡Tiene prohibido fumar! Ni siquiera sé dónde esconde los cigarrillos, pero los tiene en alguna parte, ¡estoy segura!
Mi padre sonrió, triunfante, pero no dijo nada.
– De todas formas, ¿a mí qué me importa? -dijo con amargura-. Éste es mi último día. No puedo soportarlo más.
La audiencia contratada del programa publicitario lanzó un grito de asombro y aplaudió como loca.
– Como si se fuera a notar la diferencia -dijo mi padre-. Esta mujer no hace una mierda. Mira el polvo que hay en esta casa. ¿Qué coño hace todo el día?
Maureen levantó la cesta de ropa.
– Me debería haber ido hace un mes. Nunca debí aceptar este trabajo.
Salió de la habitación con su extraño galope renco.
– Debí despedirla tan pronto como la conocí -refunfuñó él-. Me di cuenta de que era una de esas asesinas de viejos.
Respiró con la boca fruncida, como si inhalara a través de una pajita.
No sabía qué iba hacer ahora. El hombre no podía quedarse solo: no podía llegar al baño sin ayuda. Se negaba a entrar en un asilo; decía que antes se mataría.
Puse la mano sobre su mano izquierda, la que tenía el dedo índice conectado a un indicador rojo y luminoso, el oxímetro, creo que se llamaba. Los números digitales del monitor marcaban 88 por ciento.
– Ya conseguiremos a alguien, papá, no te preocupes -dije.
Levantó la mano y se sacudió la mía de encima.
– ¿Qué clase de enfermera es ésta? -dijo-. Los demás le importamos una mierda. -Entonces le dio un largo ataque de tos, carraspeó y escupió sobre un pañuelo arrugado que sacó de alguna parte del sillón-. No sé por qué diablos no puedes volver a vivir aquí. ¿Qué coño tienes que hacer, además? Un trabajo sin futuro, eso es lo que tienes.
Negué con la cabeza y dije en tono suave:
– No puedo, papá. Hay préstamos estudiantiles que tengo que pagar.
Preferí no mencionar que alguien tenía que ganar dinero para pagar a los enfermeros que siempre acababan por marcharse.
– Valiente provecho le sacaste a la universidad -dijo-. Dinero perdido, eso es lo que fue. No hiciste más que ir de farra con tus amigos finos; no era necesario pagar veinte mil dólares al año para que pudieras pasarte el día follando. Eso lo habrías podido hacer aquí.
Sonreí para demostrarle que no me sentía ofendido. No sabía si eran los esteroides, la prednisona que tomaba para mantener abiertas sus vías respiratorias, lo que lo estaba transformando en semejante capullo, o si era simplemente su dulce naturaleza.
– Tu madre, que en paz descanse, te malcrió terriblemente. Te convirtió en un grandísimo inútil. ¿Cuándo coño vas a conseguir un trabajo de verdad?
Mi padre era hábil a la hora de dar en la tecla. Dejé que la ola de irritación pasara. No podía tomarme en serio a ese tío, me hubiera vuelto loco. Mi padre tenía el temperamento de un perro callejero. Yo siempre había pensado que su malhumor era como la rabia: no era algo que controlara totalmente, así que no se le podía culpar a él. Nunca había sido capaz de controlarse. Cuando yo era niño, un niño pequeño incapaz de defenderse, mi padre se sacaba el cinturón de cuero a la menor provocación y me daba unas palizas que me dejaban muerto. Tan pronto terminaba de azotarme, me decía: «¿Ves lo que me obligas a hacer?»
– Estoy en ello -dije.
– Pueden oler a un fracasado a kilómetros de distancia, ¿sabes?
– ¿Quiénes?
– Estas compañías. Nadie quiere a un fracasado. Todos buscan triunfadores. Tráeme una Coca-Cola, ¿quieres?
Éste era su mantra, y venía desde sus días de entrenador: yo era un fracasado, lo único que importaba era ganar, llegar segundo era fracasar. Hubo un tiempo en que estas cosas me enfurecían. Pero para este momento ya me había acostumbrado; apenas si le prestaba atención.
Fui a la cocina pensando en lo que íbamos a hacer ahora. Mi padre necesitaba ayuda veinticuatro horas al día, eso era seguro. Pero ninguna de las agencias quería enviar a nadie más. Al principio habíamos tenido enfermeras de verdad que hacían trabajos fuera del hospital para ganarse un dinero extra. Cuando mi padre acabó con ellas, nos las arreglamos para encontrar una serie de personas levemente calificadas que hacían aquí dos semanas de prácticas para obtener su certificado de enfermería. Después fue cualquiera que pudiéramos conseguir a través de los anuncios del periódico.
Maureen había organizado la nevera Kenmore de tal manera que podría haber formado parte de un laboratorio gubernamental. Había una fila de Coca-Colas, una detrás de la otra, sobre una balda de alambre que Maureen había ajustado a la altura exacta. Incluso los vasos de los anaqueles, que de costumbre se veían empañados y rayados, ahora brillaban. Llené dos vasos con hielo y vacié en cada uno el contenido de una lata. Tendría que sentarme con Maureen, pedirle disculpas en nombre de mi padre, rogar y suplicar, si era necesario. Por lo menos podría quedarse hasta que encontráramos un sustituto. Quizá podría apelar a su sentido de la responsabilidad con los ancianos, aunque imaginaba que el mal genio de mi padre habría acabado por desgastarlo. La verdad es que estaba desesperado. Si echaba a perder la entrevista de mañana, tendría todo el tiempo del mundo, pero estaría tras las rejas en algún lugar de Illinois. Eso no
sería de mucha ayuda.
Regresé con los vasos en la mano y el hielo tintineando mientras caminaba. El programa publicitario no había terminado. ¿Cuánto tiempo duraban estas cosas? Y además, ¿quién los veía? Aparte de mi padre, quiero decir.
– No te preocupes por nada, papá -dije, pero ya se había dormido.
Me quedé a su lado unos segundos para ver si todavía respiraba. Lo hacía. Tenía la quijada sobre el pecho y la cabeza en un ángulo gracioso. El oxígeno emitía un soplido suave. En alguna parte del sótano, Maureen movía cosas de aquí para allá, preparando probablemente su frase de despedida. Puse las Coca-Colas sobre la mesita de mi padre, atiborrada de medicinas y mandos a distancia.
Me incliné y besé la frente manchada y colorada del viejo.
– Ya conseguiremos a alguien -le dije suavemente.
Capítulo 9
Las oficinas centrales de Trion Systems parecían un Pentágono de cromo pulido. Cada uno de los cinco lados era un «ala» de siete plantas. Habían sido diseñadas por algún arquitecto famoso. Debajo había un parking lleno de BMW y Range Rovers y muchos escarabajos Volkswagen y de todo, pero, hasta donde pude ver, no había espacios reservados.
En el ala B, di mi nombre a la «embajadora de lobby», que era como llamaban allí a la recepcionista. Ella imprimió una pegatina de identificación que ponía visitante. Me la pegué en el bolsillo del pecho de mi Armani gris y esperé en la recepción a que viniera a buscarme una mujer llamada Stephanie.
Era la asistente del vicepresidente de contrataciones, Tom Lundgren. Intenté despreocuparme, meditar, relajarme. Me dije que el montaje no podía ser mejor. Trion quería llenar el puesto vacante de director de marketing -alguien se había marchado de repente-, y yo había sido diseñado a medida para el empleo, creado mediante ingeniería genética, remasterizado con tecnología digital. En las últimas semanas, un selecto grupo de empresas de contratación de ejecutivos había recibido noticias acerca de aquel sorprendente muchacho de Wyatt que estaba listo para ser recogido. Fruta madura. El rumor se había hecho correr de manera informal en una convención industrial. Lo decía un pajarito… Empecé a recibir en mi correo de voz todo tipo de mensajes de gente interesada en contratarme.
Además, había hecho mis deberes con respecto a Trion Systems. Me había enterado de que era un gigante de la electrónica de consumo, fundado al principio de los años setenta por el legendario Augustine Goddard, cuyo apodo no era Gus, sino Jock. Era casi una figura de culto. Se había graduado en Cal Tech, había servido en la Marina, trabajado para Fairchild Semiconductor y después para Lockheed, e inventado una especie de tecnología revolucionaria para la fabricación de tubos de televisión en color. La mayoría lo consideraba un genio, pero, al contrario de algunos de los genios tiranos que fundaban multinacionales gigantescas, él no era un gilipollas, aparentemente. La gente lo quería, le era ferozmente fiel. Él era una suerte de presencia distante y paternal. Las raras ocasiones en que se le veía eran llamadas «encuentros», como si se tratara de un ovni.
Aunque Trion ya no fabricaba tubos de color, Sony y Mitsubishi y las demás compañías japonesas que fabricaban los televisores americanos habían adquirido la licencia del tubo Goddard. Después Trion entró en las comunicaciones electrónicas, catapultada por el famoso módem Goddard. Actualmente Trion hacía teléfonos móviles y buscadores, componentes informáticos, impresoras a color, agendas digitales y ese tipo de cosas.
Una mujer enjuta con pelo castaño y crespo surgió de una puerta y entró en la recepción.
– Usted debe de ser Adam.
Le di un firme apretón de manos.
– Mucho gusto.
– Soy Stephanie -me dijo-. La asistente de Tom Lundgren.
Me condujo al ascensor y me llevó al sexto piso. Hablamos de trivialidades. Yo intentaba sonar entusiasmado pero no raro, y ella parecía distraída. El sexto piso era la típica superficie cuadriculada, con cubículos que se extendían hasta donde llegaba el ojo, un ojo alto como el de un elefante. El camino por donde me condujo era un laberinto: no hubiera podido volver al ascensor ni arrojando migas de pan. Todo aquí era de fabricación estándar para la compañía, excepto el monitor que me crucé en el camino, cuyo protector de pantalla era una imagen en tres dimensiones de la cabeza de Jock Goddard sonriendo y girando como la de Linda Blair en El exorcista. Haz algo semejante en Wyatt -con la cabeza de Nick Wyatt, quiero decir- y probablemente los matones de la empresa te romperán las rodillas.
Llegamos a un salón de conferencias con una placa en la puerta que decía: Studebaker.
– Studebaker, ¿eh? -dije.
– Sí, todos los salones de conferencias llevan nombres de coches americanos clásicos. Mustang, Thunderbird, Corvette, Camaro. A Jock le encantan los coches americanos -dijo «Jock» con una cierta entonación, casi entre comillas, indicando al parecer que su trato con el presidente ejecutivo no admitía el uso del nombre de pila, pero así lo llamaba todo el mundo-. ¿Puedo traerle algo de beber?
Judith Bolton me había dicho que siempre respondiera con un sí, porque a la gente le encanta hacer favores, y todos, aun los auxiliares administrativos, darían su opinión acerca de mí.
– Coca-Cola, Pepsi, lo que sea -dije-. Gracias.
No me senté en el cabezal de la mesa sino en el lado que quedaba de cara a la puerta. Un par de minutos después, un tipo compacto, vestido con pantalón caqui y camisa de golfista azul marino con el logotipo de Trion, entró a saltos en la habitación. Tom Lundgren: lo reconocí de inmediato gracias al dossier que la doctora Bolton me había preparado. El vicepresidente de la unidad empresarial del Sector de Comunicaciones Personales. Cuarenta y tres años, cinco hijos, ávido golfista. Lo seguía de cerca Stephanie, que llevaba una lata de Coca-Cola y una botella de agua Aquafina.
Me dio un apretón triturador.
– Adam, soy Tom Lundgren.
– Mucho gusto.
– El gusto es mío. He oído hablar muy bien de usted.
Sonreí, me encogí modestamente de hombros. Lundgren ni siquiera llevaba corbata, pensé, y yo parecía el director de una funeraria. Judith Bolton me había advertido que eso podía pasar, pero dijo que era mejor ir a una entrevista demasiado elegante que vestido de manera informal. Era una señal de respeto, etcétera.
Se sentó a mi lado y se giró hacia mí. Stephanie cerró la puerta suavemente al salir.
– Me imagino que el trabajo en Wyatt es muy intenso, ¿no?
Tenía los labios delgados, muy delgados, y una sonrisa rápida que aparecía y desaparecía constantemente. Tenía la cara irritada, colorada, como si jugara demasiado al golf o tuviera rosácea o algo así. Su pierna derecha se movía como un pistón. Era un atado de energía nerviosa, un ganglio; parecía llevar una sobredosis de cafeína, y me hizo comenzar a hablar rápido. Entonces recordé que era mormón y no bebía cafeína. No me gustaría encontrármelo después de una taza de café, pensé. Una taza de café lo pondría probablemente en órbita.
– Así es como me gusta -dije.
– Me alegro. A nosotros también. -Su sonrisa apareció, desapareció-. Yo creo que aquí hay más gente clase A que en cualquier otra parte. Todos llevamos un ritmo más acelerado. -Destapó la botella de agua y bebió un sorbo-. Siempre digo que Trion es un gran sitio para trabajar si estás de vacaciones. Tienes tiempo para responder los correos electrónicos, los mensajes de voz, terminar mil cosas distintas, pero caramba, si te tomas un descanso, pagas el precio. Después vuelves, te encuentras con el correo lleno, te exprimen como una uva.
Asentí, sonreí con aire conspirador. Incluso a un encargado de marketing en una gran empresa tecnológica le gusta hablar como si fuera ingeniero, así que respondí en esos términos.
– Sé de qué me habla -le dije-. Tienes tantos ciclos, debes decidir en qué los gastas.
Estaba imitando su lenguaje corporal, casi remedándolo, pero él no parecía darse por enterado.
– Exactamente. Bien, ahora mismo no estamos en etapa de contrataciones. Nadie está en etapa de contrataciones. Pero uno de nuestros direc
tores de nuevos productos acaba de ser transferido repentinamente.
Asentí de nuevo.
– Lo del Lucid es genial. De verdad le salvó la vida a Wyatt durante un trimestre más bien pobre. Es invento suyo, ¿no?
– De mi equipo, en cualquier caso.
Eso pareció gustarle.
– Bien, pues debe usted ser bueno, ya que ha logrado pasar de la puerta aquí.
– Eso no lo sé. Trabajo duro y me gusta lo que hago, y me encontré en el lugar adecuado en el momento adecuado.
– Es usted demasiado modesto.
– Tal vez.
Sonreí. Se lo creía todo. Se había tragado la falsa modestia y el tono directo.
– ¿Cómo lo hizo? ¿Cuál es el secreto?
Fruncí los labios y solté un soplo de aire, como si me acordara de una maratón en la que había corrido. Sacudí la cabeza.
– No hay secretos. Trabajo de equipo. Lograr consenso, motivar a la gente.
– Sea más preciso.
– Para ser honesto, la idea básica fue producir algo para eliminar al Palm. -Me refería al PDA inalámbrico de Wyatt, el que enterró a los Palm Pilots-. En las primeras sesiones de planificación conceptual, reunimos un grupo polifuncional: ingenieros, marketing, DI de adentro, DI de afuera -DI es la jerga para referirse a los diseñadores industriales. Estaba de suerte; conocía esta respuesta de memoria-. Miramos el estudio de marketing, los fallos del producto de Trion. Lo mismo hicimos con Palm, Handspring, Blackberry.
– ¿Y cuál era el error de nuestro producto?
– La velocidad. El inalámbrico es una porquería. Pero eso usted lo sabe.